Este hecho es consecuencia de una especie de big bang, en el que el principal factor ha sido el incremento de los costes de producción, y de forma mayoritaria del gas -uno de los inputs esenciales para el ciclo combinado, con precios al alza en los mercados internacionales- y de los derechos de emisión de C02 -instrumento de mercado creado por la UE para controlar las emisiones del sector industrial, y cuyo precio se ha disparado por las propias limitaciones que al respecto ha introducido la Unión, que sigue trabajando en la reducción progresiva de las asignaciones gratuitas-.
El mix energético de España, aunque incrementa año tras año la participación de las energías renovables -como la hidráulica, la eólica o la solar-, tiene aún una elevada dependencia de energías como las producidas por ciclo combinado o cogeneración, o la nuclear -una energía limpia que aporta al sistema un 22 %, pero cuya fecha de caducidad en el próximo decenio ya está curiosamente y en este contexto decidida en el PNIEC, con posibles efectos alcistas por la limitación de la oferta-.
En ese contexto, todas las actividades de generación de electricidad, independientemente de esa vía de producción más o menos contaminante -cuestión altamente discutible en pleno debate sobre la transición energética- han satisfecho hasta junio un impuesto del 7% por el valor de la producción de la energía eléctrica, que continuará en suspenso -de momento hasta el 31 de diciembre- para evitar la más que presumible repercusión de su importe en la factura final. Pero es que además, otras tecnologías no emisoras está sujetas a tributos adicionales y específicos, como es el impuesto sobre la producción y almacenamiento en el caso de las nucleares o, y para las hidroeléctricas un un canon de hasta el 25% el valor de la energía producida.
Obviando otras fases intermedias, que conviven con diferentes tributos propios exigidos por las Comunidades Autónomas que gravan actividades que consideran dañan al medio ambiente, también la fase de comercialización de la energía se ve sujeta a figuras como el impuesto especial sobre la electricidad, que hasta la fecha gravaba a razón del 5,11% el precio que se satisface por el suministro de energía eléctrica, y que, tras el Real Decreto-Ley aprobado ayer por el Gobierno, bajará hasta el 0,5%, un límite dentro de los límites mínimos recogidos en el anexo I.C de la Directiva 2003/96, que armoniza esta figura.
El IVA, por su parte, seguirá siendo al 21%, salvo -como ya se aprobó el pasado mes de junio- para los titulares de contratos particulares con potencia contratada inferior a 10 kW que tributarán al 10%.
Este nuevo contexto fiscal del sistema eléctrico, que no hace sino parchear -por las circunstancias- una regulación que requiere de una actualización en profundidad, se acompaña del aumento en 900 millones adicionales de la recaudación de las subastas de CO2 destinada a cubrir costes del sistema eléctrico y en la minoración de los mal llamados “beneficios caídos del cielo” que retribuyen, en el mercado mayorista, a precio marginal, la producción de las energías sujetas a onerosas cargas impositivas y con inversiones pendientes de recuperar –que seguramente pongan en riesgo su propia viabilidad, y, consecuentemente la consecución de sus objetivos de descarbonización.
Estas medidas que tendrían, por honroso fin rebajar la parte regulada de la factura en un 50% en los hogares y un 25% en la industria, nos deben llevar a hacer cuanto menos dos reflexiones.
La primera, que las medidas fiscales no hacen sino devolver a los ciudadanos el incremento de la recaudación obtenida por el Estado con los mayores ingresos por los derechos de emisión, IVPEE, IEE e IVA del primer semestre, con lo que el coste de la misma, a 31 de diciembre, debería ser neutro.
La segunda, de más calado, que el ritmo en el que queremos acometer la llamada transición energética, no deja de ser, en gran medida, la causante de esta alza de los precios por los objetivos de descarbonización y la búsqueda de un nuevo mix energético. Nos encontramos pues ante una gran paradoja fiscal, en la que mientras la UE apuesta por la creación de nuevos impuestos, aranceles e instrumentos de mercado para el carbono -que ya ha anunciado tanto para financiar buena parte de los fondos Next Generation, como para cumplir con el objetivo de convertirnos en el primer continente climáticamente neutro a través del paquete FIt for 55-, el empuje al alza de los precios que estos anuncios motivan provocan que el Gobierno se vea obligado a reducir los impuestos internos para contrarrestarlos.
Publicado en Expansión