La posición del Gobierno ante una recesión en ciernes es comprensible, pero el impuesto sobre el patrimonio no existe ya como tal en la UE.
La actual situación de desaceleración económica experimentada a nivel europeo como consecuencia de, entre otras circunstancias, la creciente inflación de precios, la invasión en Ucrania y los efectos postreros de la pandemia han provocado que los diversos agentes políticos y macroeconómicos planteen medidas orientadas a mitigar los efectos del desequilibrio económico actual.
Merece especial mención la política monetaria restrictiva aplicada, entre otros bancos centrales, por el Banco Central Europeo, consistente en una subida de los tipos de interés que busca enfriar el crecimiento desbocado de la tasa de inflación. Sin embargo, dicha política monetaria restrictiva -necesaria para abordar el problema de la inflación- a una economía en desaceleración y que experimenta signos de agotamiento, puede agravar dichos síntomas por la reducción del flujo monetario de la Unión Europea.
Por lo tanto, resulta esencial que la medida tomada por el BCE se acompañe de medidas que dinamicen la economía, como pueden ser las políticas fiscales expansivas que ayuden a aumentar la cantidad de efectivo en circulación, contrarrestando así los efectos adversos del aumento de los tipos de interés, y que al mismo tiempo no den pie a una espiral de consumo.
Centrándonos en el caso español, las maneras de afrontar la situación económica a nivel autonómico, dadas sus competencias tributarias en el marco del sistema de financiación de las Comunidades Autónomas, están provocando que existan diferencias tangibles en materia de presión fiscal entre los diferentes territorios.
Desde hace años las diferentes regiones utilizan, legítimamente, su capacidad tributaria para crear un entorno fiscalmente más atractivo. Ello, junto con la creciente movilidad internacional y el cambio de paradigma en el mundo laboral como consecuencia del COVID-19, ha originado una suerte de competición territorial en busca de la atracción de talento e inversión.
Habiendo eliminado la tributación efectiva en el Impuesto al Patrimonio y gozando de una ventajosa tributación en el marco del Impuesto sobre Sucesiones y Donaciones, las Comunidades Autónomas de Madrid, y desde hace unos días la valiente Andalucía, parecen haberse distanciado, en términos de competitividad fiscal, de las restantes 15 comunidades.
De igual modo, ambas comunidades han aprobado mejoras en el Impuesto sobre la Renta de las Personas Físicas. Murcia, Galicia, y el País Vasco y sorpresivamente Valencia parece que se unirán a la tendencia, inspirándose en la necesidad de deflactar la tarifa de los tramos más bajos, para evitar que a la misma capacidad económica se le grave en el momento actual con un mayor tipo.
Dejando de lado el IRPF, mucho se ha hablado también en los últimos tiempos de una posible armonización de los impuestos cedidos a las Comunidades Autónomas y, si bien podría ser una alternativa, la realidad es que hasta ese momento la legítima potestad tributaria de las Comunidades Autónomas debe seguir jugando un importante papel en la captación de talento e inversión tanto extranjera como interregional.
Esta circunstancia la vemos incluso en nuestra competencia con Portugal, que, en los últimos años, tanto por sus ventajas para impatriados como por la inexistencia de tributación sobre el patrimonio, está atrayendo al país vecino grandes fortunas y talentos.
Comprendiendo parte del mensaje del Gobierno central de que ante una recesión en ciernes no podemos dejar de atraer recursos para las arcas públicas para poder desarrollar políticas sociales y de redistribución, también es cierto que el impuesto sobre patrimonio, que ya no existe, con la configuración que tiene España, en ningún otro país de la UE -sí en Noruega y Suiza- tiene una baja capacidad recaudatoria y unos elevados costes de gestión. Esto lo hace no sólo ineficiente, sino que además se convierte en un claro repelente para la atracción de recursos e inversiones.
Por ello, sólo podemos valorar negativamente la airada reacción del Gobierno de España ante la legítima actuación de Andalucía de bonificar al 100% el impuesto sobre el patrimonio, anunciando la inmediata creación de un impuesto estatal a las “grandes fortunas” y una mayor fiscalidad al capital que, prescindiendo de una política económica que coadyuve a la creación de riqueza, persigue potenciar un mensaje básicamente preelectoral . Algo que, en el minuto uno, ya ha generado dudas en esos patrimonios que ya había atraído Madrid, y que estaba en curso de hacerlo la comunidad andaluza, y que ante tal simple mensaje ya se plantean la huida a otros territorios business friendly. Otro error de cálculo en la respuesta del Gobierno que ahuyenta al inversor internacional, y que aún está pendiente de que técnicamente asegure, en términos de deducción, que en ningún caso se producirán supuestos de doble imposición con el actual IP. Lo que es seguro es que, frente al positivo anuncio de Andalucía la respuesta como país del Gobierno de España resulta no sólo injusta -pues obligará a pagar de nuevo a quien ya pagó por la obtención de los recursos que ahora se pretende que tributen de nuevo- si no también antieconómica al castigar al talento y al ahorrador y animar la marcha del inversor, aumentando la imprevisibilidad e incertidumbre de nuestro régimen jurídico. Siempre, pero especialmente en la actualidad, lo que necesita España no son menos ricos, son menos pobres.
Publicado en Cinco Días