A los efectos automáticos que el envejecimiento ejerce sobre la proporción de gasto público que debe destinarse a pagar las pensiones, la atención sanitaria o el sistema de cuidados –con la edad, tiende a aumentar la demanda de servicios sanitarios y de atención a la dependencia–, se suman los inducidos por la influencia política de un colectivo, el de las personas mayores, que puede llegar a suponer hasta el 30% de la población total dentro de dos décadas. En un mundo de recursos limitados, el corolario es que los jóvenes recibirán una porción cada vez más pequeña de la tarta, condicionando sus oportunidades de progreso y reforzando la idea de que están abocados a vivir peor que sus padres. La lógica de este juego de suma cero podría extrapolarse a otros ámbitos como el del mercado laboral, en el que la prolongación de la vida en activo de las personas en edades avanzadas se ve como un hándicap para el aumento del empleo juvenil.
Si queremos cosechar mayores cotas de prosperidad, necesitamos romper con esta dicotomía. La experiencia de otros países de nuestro entorno, con tasas de dependencia demográfica superiores a las que tiene hoy España, nos dice que es posible. Un incremento de las partidas de gasto público más sensibles al avance de la longevidad no tiene por qué llevar aparejado un menor compromiso con las políticas de educación, vivienda o ayuda a la familia y la infancia. Alemania, Francia o Austria, por mencionar solo algunos casos, gastan con relación a su PIB más que España en sanidad y cuidados públicos, y lo hacen también en esas áreas esenciales para mejorar las expectativas vitales de las generaciones jóvenes. Ello nos conduce a un debate más profundo y complejo, que sienta sus bases en nuestra capacidad para generar riqueza y empleo de calidad en el medio y largo plazo, y en la concepción que como país compartamos acerca de la dimensión que deben adquirir las redes públicas de protección social.
La evidencia también se muestra tozuda cuando se trata de demostrar que la mayor participación laboral de las personas mayores va en detrimento de la empleabilidad de los jóvenes: los trabajos que realizan unos y otros suelen ser complementarios y no sustitutivos; la diversidad de edad, género y disciplina tiende a mejorar la productividad y el crecimiento de las organizaciones, y aquellos países europeos que comparten tasas de actividad y empleo de las personas en edades avanzadas más altas, presentan, al mismo tiempo, mejores niveles de empleabilidad juvenil.
Esta mirada larga del conflicto intergeneracional nos permite, además, visualizar hasta qué punto es importante aplicar políticas para jóvenes hoy en aras de elevar el bienestar de la población adulta mañana. Si conseguimos mejorar el acceso a la vivienda y reducir significativamente el porcentaje de inquilinos que realizan un sobreesfuerzo para pagar el alquiler, no solo estaremos atajando uno de los principales motivos de preocupación de la población joven, sino que evitaremos la emergencia de una nueva fuente de desigualdad, esta vez dentro de la propia población adulta. Una de las causas por las que el riesgo de pobreza es más bajo entre los mayores radica, precisamente, en que el grueso dispone de una vivienda en propiedad o paga un alquiler asequible. En la medida en que se perpetúen las dificultades actuales de acceso a la vivienda, se abrirá una brecha entre aquellos que llegan a la jubilación con una o varias viviendas en propiedad y aquellos que tienen que destinar una parte importante de su pensión a sufragar el alquiler, con todo lo que ello implica en términos de ahorro y de cobertura de servicios esenciales como los de cuidado.
Algo similar ocurre cuando pensamos en la necesidad de instaurar una cultura de formación continua a lo largo de la vida. Debemos asegurar que la población joven adquiere los conocimientos y las habilidades necesarios para responder a la transición ecológica y digital en marcha, y establecer itinerarios formativos que le permitan, desde su incorporación al mercado laboral, adaptarse a los retos que vayan surgiendo. De este modo, será mucho más fácil mantener una fuerza laboral actualizada cuando envejezca que si únicamente nos centramos en la recualificación de la población en edades avanzadas.
Huyamos, por tanto, de luchas generacionales y aunemos esfuerzos para garantizar un mejor futuro. Nos jugamos mucho en ello.