Es esencial que, de aquí a 2030, equiparemos nuestro sistema fiscal al de los países más avanzados de Europa.
Los países más avanzados del mundo tienen algo en común: combinan la gestión de lo urgente con la atención a lo importante. Independientemente de cuál sea su régimen político, su modelo económico o su tradición cultural, todos ellos saben de la importancia de pensar a largo plazo, pues las mayores oportunidades están siempre en la vanguardia.
España debe hacer lo propio y cultivar más su pensamiento estratégico. La elevada inflación, la crisis energética o la dificultad de acceder a ciertas materias primas son problemas graves que debemos solventar cuanto antes. Pero su actualidad no puede servirnos de excusa para ignorar otros desafíos estructurales a los que se enfrentará nuestro país en esta década, ya que de nuestra capacidad para resolverlos dependerá el bienestar de las generaciones presentes y futuras.
Varios son esos desafíos de país. Pero, en un esfuerzo de síntesis, podrían resumirse en dos: I) debemos aprender a generar riqueza de una manera distinta a la empleada hasta ahora y II) debemos ser capaces de distribuirla de forma más equitativa.
Hablemos del primer desafío. En los últimos cuarenta años, la economía española ha prosperado sobre cuatro pilares: el incremento demográfico, la expansión del comercio internacional, el apoyo de la Unión Europea, y el uso lineal e ilimitado de los recursos naturales. Estos pilares nos han permitido alcanzar unos niveles de bienestar sin precedentes en la historia. La mayoría no tienen nada intrínsecamente malo. El problema está en que los cuatro dejarán de existir, o se verán seriamente transformados, de aquí a 2030.
En los próximos siete años, la población española envejecerá y perderá más de medio millón de personas en edad trabajar. Lo hará incluso si los flujos migratorios aumentan y si logramos elevar la tasa de natalidad hasta los 2,1 hijos por mujer que marcan el reemplazo generacional, algo poco probable en tan poco tiempo.
El comercio internacional se mantendrá fuerte (la globalización está lejos de acabarse), pero se verá afectado por tensiones crecientes entre Oriente y Occidente, y por la aparición de economías emergentes que competirán con la economía española.
La UE seguirá avanzando en integración y número de Estados miembros. Pero España dejará de ser un receptor neto de fondos comunitarios y se convertirá en un contribuyente más, como lo son ya los países más ricos del continente.
El patrón de crecimiento empleado hasta ahora, basado en el uso lineal (extraer, producir, consumir y tirar) y abusivo de los recursos naturales quedará obsoleto, ya sea víctima de sus propios excesos (España consume el doble de lo que puede regenerar), o del deseo de una ciudadanía decidida a evitar la catástrofe medioambiental.
A medida que estos cuatro pilares se transformen o desaparezcan, España tendrá que adaptarse y desarrollar un nuevo patrón de crecimiento. Un patrón que sea mucho más eficiente en el uso de sus recursos humanos y naturales (es decir, que tenga una mayor productividad) y que, a la vez, se centre más en la creación de bienes y servicios complejos de alto valor añadido, que son los que le permitirán convertirse en una potencia exportadora, competitiva a nivel global.
Para lograrlo, nuestro país tendrá que hacer una apuesta decidida por la innovación y el conocimiento, fortalecer las sinergias entre lo público y lo privado, y seguir empujando por una Unión Europea más integrada y soberana. Podemos hacerlo. De hecho, ya transitamos por el buen camino en la mayoría de frentes.
Sea como fuere, para garantizar nuestra prosperidad futura no bastará con generar la riqueza de un modo distinto: igual de importante será distribuirla de forma más equitativa. Ese será el segundo gran desafío que tendremos que superar en esta década. Hoy en día, España es el cuarto país de la UE con más población viviendo en riesgo de pobreza y el quinto con mayor desigualdad de la renta; registra además un elevado nivel de desigualdad de riqueza que, en el plano intergeneracional, se acerca ya al de Estados Unidos.
La existencia de estas brechas socioeconómicas es un problema severo, no solo para los diez millones de españoles y españolas situados en la parte más baja de la distribución (los más pobres), sino para el conjunto de la sociedad. Existen numerosos estudios que demuestran que, cuando es tan elevada, la desigualdad reduce el bienestar de todos los ciudadanos (también de los más ricos) y daña la innovación, el aprovechamiento del capital humano, la estabilidad financiera y la productividad. Es decir, daña aquellos pilares sobre los que España deberá erigir su nuevo patrón de crecimiento.
Por eso es esencial que, de aquí a 2030, equiparemos nuestro sistema fiscal al de los países más avanzados de Europa y usemos esos recursos para reforzar los servicios públicos y las prestaciones sociales del Estado del Bienestar, que es la mejor herramienta que existe para mitigar la desigualdad.
¿Lograremos superar ambos desafíos? Yo creo que sí. Los profetas del desastre anuncian a toque de trompeta que “la era de la abundancia ha terminado” y dibujan un futuro marcado por la escasez, la competencia voraz entre países y personas, y la “decadencia de Occidente”. Sus vaticinios suenan reales porque llevan repitiéndose desde los años setenta del siglo pasado, y conectan bien con nuestras percepciones por nuestra tendencia innata a sobredimensionar lo que va mal e ignorar lo mucho que va bien (el llamado sesgo de la negatividad).
Sin embargo, no hay ninguna razón empírica para pensar que el progreso vaya a detenerse ahora. Los desafíos por superar son inmensos, pero no mayores, ni en naturaleza ni en escala, a otros desafíos que España y Europa ya superaron en el pasado. Contamos con el conocimiento, el talento, las instituciones y las trayectorias adecuadas en la mayoría de frentes. Bastará con que elevemos la ambición y no perdamos el ingrediente más importante de todos: la confianza.