El pasado noviembre se celebraron en Estados Unidos las elecciones presidenciales y la renovación de Camara de Representantes y Senado. El resultado, por todos conocido, ha sido una concentración de capacidad legislativa en el Partido Republicano desconocida en las últimas décadas. Uno de los temas centrales de la campaña electoral fue la economía, especialmente la inflación, así como la recuperación de capacidad industrial y de empleo a través de la aplicación de incentivos fiscales, junto con políticas comerciales y arancelarias perfectamente engarzadas.
En Europa el debate sobre economía tiene contornos comunes y matices propios. Entre los primeros, tanto el informe Draghi como el informe Letta han puesto el acento en la llamada autonomía estratégica en Europa, que debe permitir a la Unión Europea competir en los sectores estratégicos de futuro propiciando una atracción de inversión, industria y tecnología. De hecho, nuestro continente se encuentra en una encrucijada histórica, puesto que nuestras sociedades se han construido desde mediados del siglo XX sobre el estado del bienestar como pilar central y, por ello, son mucho más dependientes de los ingresos públicos.
Siendo convergentes los objetivos de Trump y de la Comisión Europea en, la forma de abordarlos difiere. Mientras en Europa la movilización de recursos sigue los cauces de la política industrial tradicional, en EE. UU. la proliferación de incentivos fiscales al desarrollo de activos intangibles, la prestación de servicios de valor añadido desde EE. UU. y la atracción de inversiones a sectores clave ha sido la dinámica esencial desde la aprobación de la Inflation Reduction Act en 2022. La política fiscal norteamericana va a condicionar a buen seguro la europea y por tanto la española.
Detengámonos ahora en nuestro país, repasando primero la evolución en 2024 de las principales magnitudes. El año pasado, los ingresos fiscales de España mostraron un notable crecimiento, alcanzando un aumento del 8,3% hasta octubre (último informe disponible de la AEAT a la fecha de elaboración de esta publicación, incluyendo el efecto del pago fraccionado del impuesto sobre sociedades de octubre). Los ingresos homogéneos, al margen de cambios legislativos, experimentaron un incremento del 7,7%, mientras que los ingresos por impuestos directos crecieron un 9,3%, contribuyendo significativamente al aumento total.
A pesar de este crecimiento, los cambios normativos y de gestión tuvieron un impacto negativo estimado en 1.909 millones de euros, fundamentalmente por el efecto de la Sentencia del Tribunal Constitucional de 18 de enero de 2024 por la que se anularon determinados preceptos del Real Decreto Ley 3/2016 sobre la compensación de bases imponibles negativas y la deducibilidad de los deterioros de cartera. Este aumento se atribuye esencialmente al incremento de los beneficios del Impuesto sobre Sociedades por encima del 13%. Cabe señalar también que el IRPF creció un 8,4%, sustentado en rendimientos del trabajo y pagos fraccionados. Especialmente notable ha sido el avance de las rentas de capital, que aumentaron un 19,3% hasta el tercer trimestre. Por su parte, el IVA creció a una tasa más modesta del 6.3%, lo que puede indicar una menor propensión al consumo y preferencia al ahorro.
Todo lo anterior nos conduce a dos reflexiones de cara a interpretar la fiscalidad del año pasado y a entender lo que nos espera en los próximos meses. En primer lugar, el incremento de los ingresos públicos certifica el crecimiento de la economía española por encima de la media de la UE. Esta evolución es una buena noticia y crea una oportunidad de oro, por cuanto sienta las bases para la consolidación presupuestaria y la reducción de los niveles abultados de deuda pública, una verdadera espada de Damocles en el caso de una elevación del coste de la deuda si la prima de riesgo de España se viera incrementada de manera significativa. De hecho, un aumento preocupante de este indicador no es descartable como consecuencia de posibles turbulencias monetarias y dado el desacoplamiento paulatino de la economía de EE. UU. de la europea y la asiática o de las dificultades de los gobiernos de Francia y Alemania.
En segundo lugar, la fragmentación del panorama político hace muy incierta la aprobación de unos Presupuestos Generales del Estado, herramienta sin la cual la oportunidad de oro antes mencionada no podrá materializarse. Es más, la propia subida de la recaudación permitiría gestionar las cuentas públicas con una prórroga presupuestaria, dado que facilita el cumplimiento de la senda de déficit, mientras que la fragmentación seguramente presione al alza el gasto.
La votación en Senado y Congreso de la llamada reforma fiscal muestran que la disparidad de planteamientos de las fuerzas políticas de la cámara hace de las reformas fiscales las leyes de más compleja aprobación. Así, la fragmentación se pone de manifiesto en cuestiones clave como el impuesto energético-no aprobado-, el impuesto a la banca, modificaciones en el régimen de compensación de bases imponibles- con modificaciones en el Senado pactadas por el PP con otras fuerzas-, la transposición de la Directiva UE de imposición mínima o el no aprobado fin del régimen de SOCIMIs. Por tanto, las posibilidades de que la buena evolución recaudatoria permita abordar la necesaria reforma estructural de nuestro sistema fiscal apostando por el objetivo de fomento de actividades estratégicas se antoja imposible. Y, también, compromete el compromiso de elevación de la presión fiscal que es necesario para la liberación del 5º pago de fondos comunitarios. Debemos felicitarnos, al menos, por el espaldarazo que supone para las actividades de I+D+i de la Sentencia del Tribunal Supremo de 9 de octubre de 2024. Algo es algo.