Por ello, a la hora de analizar las tendencias en fiscalidad de cara al próximo año la mirada se vuelve sobre los ingresos en un sentido amplio: todo tipo de prestaciones públicas, generales o sectoriales que sirvan para aportar recursos a los presupuestos públicos. El cómo es, en el fondo, el quién paga la factura. En este sentido, caben varias reflexiones para entender qué es lo que nos espera.
Primero, estamos ante un proceso de reforma fiscal dinámico e inacabado, que se desenvuelve en un contexto multinivel: OCDE, UE, política fiscal de cada país y haciendas territoriales. En el caso de la OCDE y del G20 son procesos esencialmente enfocados en la imposición sobre beneficios empresariales de las grandes empresas, las que facturan más de 750 millones de euros en sus estados financieros consolidados. Nos encaminamos hacia un sistema fiscal que segmentará a los contribuyentes y prescribirá reglas diferentes para lograr la llamada tributación justa y, sobre todo, evite los beneficios apátridas, aquellos que no tributan en ningún país.
El acuerdo en esta materia ya se ha adoptado como compromiso político por el G20. Además, la UE ya ha aprobado la Directiva de implantación de tributación mínima. Sin embargo, la geopolítica global complica la adopción final de tan extenso y complejo paquete normativo. La guerra de Ucrania en primer término, las dificultades de la economía china tras el COVID-19, la crisis de Oriente Medio y la complejidad del llamado sur global, que dista mucho de tener una sola voz, hacen impredecible el resultado final. Los intereses de los distintos actores han cambiado y una gran incertidumbre sobrevuela el horizonte. De hecho y en este sentido, cabe preguntarse: ¿qué pasará en las elecciones presidenciales de Estados Unidos en noviembre de 2024? El resultado, sin duda, condicionará los acuerdos necesarios puesto que Estados Unidos concentra el mayor número de empresas multinacionales afectadas por las nuevas normas. Es decir, o los americanos se suman al acuerdo, o no habrá acuerdo global.
La Unión Europea, que ya ha aprobado su directiva de imposición mínima (en proceso aún de transposición), se encuentra además inmersa en un proceso de implantación de normativa dirigida a la sostenibilidad medioambiental de la industria, especialmente con el ajuste de carbono en frontera (CBAM), con un impacto directo en las cadenas de suministro.
En el terreno de cada país y en términos generales, la política fiscal persigue objetivos más terrenales. La mayoría, con Estados Unidos a la cabeza, desde que en agosto de 2022 aprobó la Inflation Reduction Act, han engranado la política fiscal, la comercial y la industrial con el objetivo de atraer inversiones productivas de vuelta a su territorio, reduciendo así la dependencia de las cadenas de suministro largas con la transformación en cadenas regionales dónde los servicios de valor añadido y los intangibles (tecnología) juegan el papel esencial. ¿Cómo lo han conseguido? Con incentivos fiscales a la inversión potentísimos.
Otros países, España entre ellos, han puesto el foco estrictamente en la recaudación, de manera que la fiscalidad sigue estando subordinada en objetivos y medios al gasto público, no a la actividad económica. Así, aparecen impuestos sectoriales y finalistas. En nuestro caso en particular, con una asignatura pendiente que está legislatura recién inaugurada tendrá que abordar: la reforma de un sistema de financiación territorial muy compleja, con equilibrios políticos asimétricos entre gobierno central y comunidades autónomas con una evolución económica y demográfica muy diferente de la existente en el momento de aprobación, tiempo atrás, del sistema actual.
Si ponemos el foco sobre la realidad española, 2023 ha sido un año de escasa producción legislativa. La normativa tributaria es particularmente compleja, razón por la cual es deseable que la producción normativa tenga el reposo necesario y cuente con los dictámenes de los órganos consultivos apropiados, especialmente el Consejo de Estado, y la participación del sector empresarial, evitando absolutamente el uso del Real Decreto-Ley, fórmula inapropiada en materia tributaria en general.
En cuanto a la aplicación de las normas, la fiscalidad española debería abstraerse de objetivos cortoplacistas y dirigirse a su finalidad esencial: la generación de seguridad jurídica a través de la confirmación o corrección de las declaraciones tributarias, pero evitando la litigiosidad. Todo ello para que el sistema fiscal propicie la atracción de talento e industria. España está excepcionalmente posicionada para ambos retos, desde el punto de vista geográfico, medioambiental y de capital humano. La partida global acaba de empezar y otros actores están decididos a ser duros competidores.
Publicado en Cinco Días