Ser capaz de sobrevivir a diversos “más difícil todavía” permite esbozar un panorama benévolo sobre el futuro inmediato de la UE, pero, al mismo tiempo, el grado de complejidad que afronta la construcción europea es tan elevado que no puede descartarse una disfunción multiorgánica, incluso a corto plazo. Veamos sobre qué se sustentan esos dos escenarios alternativos tan antitéticos.
La prospectiva más optimista presenta una Unión que ha recuperado fuerza y atractivo. 2023 se cierra con pactos importantes sobre el mercado eléctrico, las reglas fiscales, la gestión de las migraciones y avances en las agendas climática y digital que se están vehiculando a través de los fondos ‘Next Generation’. Además, las capitales anuncian aumentos de sus presupuestos militares, siguen fundamentalmente unidas en torno a la causa de Ucrania, se conjuran para avanzar en la llamada autonomía estratégica abierta y se han puesto de acuerdo sobre el modo de relacionarse con China (gigante definido por la Comisión como competidor y hasta rival sistémico, sí, pero también como socio del que no hay que desconectarse). Ese buen momento se expresa en que una decena de países candidatos depositen en la adhesión su principal apuesta de futuro y que, ante la perspectiva de una ampliación ya aceptada por todos, se vuelva a hablar por primera vez desde el Tratado de Lisboa de reformas que fortalezcan a las instituciones comunes. En suma, un escenario de relanzamiento y confianza que ha llevado, entre otros ejemplos, a la reciente victoria de las fuerzas europeístas en Polonia.
Sin embargo, y a modo de novela de Dickens, la UE podría enfrentar a la vez el mejor y el peor de los tiempos, “la primavera de la esperanza y el invierno de la desesperación”. La previsión de crecimiento sigue a la cola mundial y apenas llega al 1,3% para los próximos doce meses, en un contexto estructural marcado por perspectivas demográficas sombrías y la incapacidad para competir tecnológicamente con EEUU, China u otras economías asiáticas. Vuelve a la agenda, además, la impopular consolidación fiscal tras años de endeudamiento y una nueva negociación del marco financiero plurianual que será muy áspera porque los estados miembros más ricos desean reducir sus contribuciones. Mientras tanto, sigue sin resolverse el roto que ha supuesto la pérdida del suministro energético barato desde Rusia y, a pesar del supuesto despertar geopolítico, los Veintisiete son incapaces de acordar una postura común ante la tragedia de Gaza. Es más, la posible victoria electoral de Donald Trump en las elecciones presidenciales de noviembre hace sonar todas las alarmas sobre el auge definitivo del proteccionismo, la sostenibilidad de la defensa ucraniana y el futuro mismo de la relación transatlántica de la que sigue dependiendo la seguridad continental. En el plano político interno, los populismos eurófobos también se apuntan triunfos que impiden considerar a Viktor Orbán como mera anécdota desagradable: en Alemania son ya segunda fuerza según todos los sondeos y Países Bajos podría ser el segundo país fundador, tras Italia, con un primer ministro que llega al poder criticando a Bruselas. Si el desarrollo del año llevase por esa ruta sombría, podría acabar en pesadilla para la UE.
No sabemos cuál de estos dos pronósticos prevalecerá. Lo lógico sería concluir que 2024 mezclará ingredientes de ambos. Pero más allá de la comodidad de la síntesis, el mero hecho de que no sea descartable uno u otro demuestra la fragilidad de los tiempos. Europa ha demostrado resiliencia, pero no tiene capacidad de resistencia infinita si circunstancias desafortunadas que escapan a su control se combinan con fallos propios de agencia. Más que nunca resulta capital tomar las decisiones correctas tanto por parte de las élites políticas y económicas como de la propia ciudadanía.
El año incluye unas elecciones al Parlamento Europeo mucho más trascendentales de lo que se podría pensar en una votación tradicionalmente considerada de segundo orden. Las encuestas parecen apuntar a un incremento en el peso de las fuerzas euroescépticas (Identidad y Democracia y los Conservadores y Reformistas Europeos). En este escenario, el principal cambio que puede producirse es que aumenten los acuerdos con dichos grupos, dejando de darse por sentada la gran coalición entre populares, socialistas, liberales y verdes que se ha visto en las últimas décadas. Si no se revalida esa cooperación entre partidos moderados europeístas, se podrían replantear el sentido de importantes políticas como el Pacto Verde, el apoyo a Ucrania y las relaciones con las principales potencias. No parece que exportando al nivel supranacional la polarización izquierda-derecha vayan a crecer las probabilidades de que 2024 conduzca a Europa por el escenario más positivo arriba esbozado. Más bien entraríamos en un terreno de consecuencias imprevisibles para una UE que, pese a sus defectos, ha llegado muy lejos apostando casi siempre al consenso centrista.