La prioridad debería ser la negociación de un Pacto de Rentas que permita repartir los costes de la crisis de una manera equitativa.
La crisis del Covid ha enlazado con la de Ucrania. Justo cuando estaba recuperando el nivel de actividad previo a la pandemia, la economía española se ha visto afectada por un nuevo shock negativo de gran calibre. La invasión rusa de Ucrania ha generado un cambio cualitativo en la situación geopolítica, caracterizado por un aumento muy importante de la incertidumbre y un endurecimiento de las barreras entre bloques de países, que sin duda tendrá importantes costes económicos a largo plazo.
A corto plazo, el canal más importante de transmisión del shock está siendo el fuerte incremento de los precios de la energía y otras materias primas esenciales, como ciertos aceites y cereales. Puesto que España es un gran importador neto de estos bienes, la subida de sus precios tiene un efecto macroeconómico importante. Supone, en particular, un fuerte shock negativo de oferta que reduce nuestra renta neta y pone presión al alza sobre los precios, generando crecientes problemas para familias y empresas. A las primeras cada vez les cuesta más llegar a fin de mes, mientras que muchas de las segundas se enfrentan a drásticos aumentos de costes que, de mantenerse, podrían hacer inviable su actividad.
Cómo ayudar a los hogares y empresas más afectados por la crisis y cómo financiar tales ayudas se han convertido en cuestiones cuya respuesta está determinando, junto con consideraciones electorales, la política fiscal del Gobierno español en estos últimos meses, en la que se mezclan luces y sombras. El ejecutivo ha respondido a la crisis con una larga serie de medidas paliativas que han tratado de suavizar la subida de los precios de la energía y otras materias primas y de proteger a los hogares y empresas de sus consecuencias. Muchas de estas medidas son, acertadamente, ayudas específicas de carácter transitorio destinadas a los sectores productivos más afectados por el súbito repunte de los precios de insumos básicos y a los hogares con menos recursos. Más discutible es que las acciones paliativas deban extenderse al conjunto de las empresas y familias, como se está haciendo por varias vías, incluyendo bonificaciones generalizadas al precio de los combustibles y la reducción o suspensión de los impuestos y cargos que recaen sobre la electricidad. Estas medidas deberían reconsiderarse debido a su elevado coste (más de 17.000 millones en 2022 según nuestra estimación) y para evitar estimular la demanda de energía cuando más necesitaríamos incentivar su ahorro.
En su conjunto, las ayudas y rebajas fiscales para paliar los efectos de la inflación suponen un aumento significativo del gasto y una apreciable reducción de ingresos y tienden, por tanto, a ralentizar la mejora del saldo presupuestario que todos esperábamos ver tras la salida de lo peor de la pandemia. Afortunadamente, este efecto se ha visto más que compensado hasta el momento por un muy saludable crecimiento del resto de los ingresos tributarios que, además de la inflación y la recuperación post-Covid, parece reflejar un cierto afloramiento de actividades previamente sumergidas ante el temor de los agentes económicos a no poder acceder a ayudas públicas si las cosas vuelven a complicarse.
Por el lado de los ingresos hay también muchas otras novedades en los PGE y en otras normas en tramitación. Con el objetivo declarado de asegurar un reparto equitativo de los costes de la crisis, el Gobierno ha tomado una serie de medidas tributarias que incluyen retoques en el IRPF y Sociedades, así como la introducción de un impuesto estatal supletorio sobre el patrimonio y de una llamativa prestación patrimonial, supuestamente no tributaria, sobre determinadas empresas energéticas y financieras.
Compartiendo el objetivo general del Gobierno, hay que preguntarse si se ha elegido la mejor forma de perseguirlo. En las circunstancias actuales, parece razonable aumentar la presión fiscal sobre las rentas personales más altas y reducirla sobre las más bajas, tal como propone el Gobierno. No está nada claro, sin embargo, que esto deba trasladarse, como también se propone, a las rentas societarias (donde la “progresividad” no tiene sentido y puede ser contraproducente si desincentiva el crecimiento de las empresas) o al sistema de módulos (que suele comportar una cierta infra-imposición). En el caso de las rentas del trabajo, finalmente, el alivio fiscal a los tramos más bajos podría haberse conseguido de una forma menos distorsionante trabajando con la escala de gravamen en vez de con la reducción por rendimientos del trabajo.
Más dudas aún plantean el nuevo impuesto supletorio de solidaridad y los gravámenes a dedo sobre ciertas entidades financieras y empresas energéticas. El primero supone abrir una peligrosa guerra de guerrillas fiscal contra ciertas comunidades autónomas por no compartir (al igual que muchos países de nuestro entorno) la opinión del Gobierno central sobre las virtudes de gravar el patrimonio. El segundo parte de una premisa más que discutible (los supuestos beneficios abusivos de dos sectores que, por el momento al menos, presentan en España una rentabilidad sobre recursos propios inferior a la media) para justificar una exacción sobre sus ingresos (y no sobre sus beneficios) que atenta contra el principio de igualdad y la seguridad jurídica en el ámbito fiscal.[1]
Convendría, por tanto, reconsiderar algunas de estas medidas y corregir el rumbo manteniendo el objetivo, que es el correcto. La primera prioridad debería ser la negociación de un Pacto de Rentas que permita repartir los costes de la crisis de una manera equitativa contando con el apoyo político y social más amplio posible. En materia tributaria, por otra parte, habría que huir de improvisaciones poco meditadas y adoptar un planteamiento más riguroso basado en un cuidadoso diagnóstico de las debilidades de nuestro sistema fiscal.