Un mes antes de la pandemia Axel Kuschevatzky aterrizó junto a Patricia, su mujer, y Julia y Juan, sus dos hijos, en la que no sería tan solo una escala más en su propia película. Incendios forestales, un toque de queda por saqueos, supermercados vacíos por el desabastecimiento, siete terremotos y luego el covid le dieron suficientes argumentos para darse cuenta de que el sueño americano tendría un final feliz pero para llegar había que pasar por todos los obstáculos que la trama generaba.
Kuschevatzky hasta ese momento había tenido dos vidas profesionales: la de conductor televisivo pero también la de gestor y cabeza de desarrollo de películas y producción de los estudios internacionales de Viacom y Telefónica. Por eso, decidido a dejar de lado el mundo corporativo tradicional, no dudó en ponerse el traje de emprendedor y echar raíces en Culver City, Los Ángeles, para cumplir un sueño al que estaba predestinado desde chico cuando el porteño cine Los Ángeles era la forma de trasladarse imaginariamente a lo que serían los grandes estudios internacionales. Claro que como espectador.
Infinity Hill, la productora de cine y TV que creó en 2019 junto con dos socios, el productor inglés Phin Glynn y su amiga de toda la vida, la argentina Cindy Teperman, ya tiene sedes en Londres, Los Ángeles y Buenos Aires. Trabajó con artistas internacionales como Ewan McGregor, Cate Blanchett, Rodrigo De La Serna, Whoppi Goldberg y Ricardo Darín, entre otros. Con muy bajo perfil, en solo tres años sus proyectos obtuvieron 80 nominaciones y premios internacionales en las alfombras rojas más importantes del mundo, como los Oscar y los Golden Globe.
Argentina, 1985 es una de las películas más emblemáticas de esta nueva era, mientras El secreto de sus ojos, dirigida por Juan José Campanella -a quien considera uno de los hombres más importantes de su carrera como productor, y que ganó el Oscar a la Mejor película extranjera en 2010-, lo fue cuando el traje corporativo le abrió la puerta al escenario de uno de los tres premios internacionales más importantes.
A lo largo de su carrera produjo más de 80 largometrajes en países como la Argentina, España, Inglaterra, Francia, México, Canadá, Chile, Colombia y Brasil. Pero nada es casualidad. De hecho, sobre cumple la regla de las 10.000 horas de “práctica deliberada” que popularizó Malcolm Gladwell en su libro Outliers (Fuera de serie). A más horas dedicadas a perfeccionar el conocimiento, mayor excelencia dice el autor. Si a eso se le pone pasión y constancia, el camino parece allanado. En este nuevo capítulo de Hacedores que inspiran de La Nación + EY llega una historia distinta.
—¿Cuántos chicos fueron cuatro o cinco veces por semana en su infancia al cine Los Ángeles como vos lo hiciste?
—No sé qué decirte, porque la experiencia humana es muy vasta, pero en mi caso te diría, no solamente fue la cantidad de veces que me llevaron al cine, entre mis abuelos, mis viejos, los cumpleaños con Super 8, algo que hoy es impensable, pero más lo que me pasaba es que me llevaban a ver cosas muy diversas. A mis siete veía con papá un ciclo de películas de Buster Keaton. En ese entonces tenías que esperar a que hubiese un ciclo específico. Hoy todo está a un botón de distancia. Vos tocás un botón y accedes a todo. Pero nosotros no teníamos eso. Tenías que esperar que una película llegue en la tele o en el cine para ir a verla. Entonces un día me llevaban a ver una película de Buster Keaton y después iba a ver una del cine Los Ángeles y después mis hijos me llevaban a ver películas de animación checoslovaca, al cine Cosmos, y en la tele en casa veía películas con Vincent Price y Christopher Lee, películas de terror de los años 50. Y también veía Los tres chiflados.
—Tu papá, médico infantil; tu mamá, psicóloga… ¿Dónde entra el cine?
—Mirá, mis bisabuelos llegaron en los años 20 en una zona que tiempo después fue de las distribuidoras de cine. Toda mi historia familiar, sin haber tenido familia directa que trabajase en el cine, estuvo ligada. Mi abuelo, que se murió a los casi 103 años, siempre me contó una anécdota. Lo último que hizo en Polonia antes de escapar a la Argentina en 1928 fue ir al cine y vio una película de vaqueros protagonizada por Tom Mix. Cuando llegó y consiguió un poco de plata lo primero que hizo en 1928 es ir al cine a ver a Tom Mix.
—¿Y tú abuela Sara también fue fundamental para este camino?
—Mi abuela también. Me iba a buscar todos los jueves al jardín de infantes y me llevaba o al cine Los Ángeles o al cine Real, que quedaba en la calle Esmeralda. El cine Real era un cine que en los 70 pasaba cortos animados en continuado. Y podía ver dos horas de Bugs Bunny y el Correcaminos y arrancar de nuevo. Era una adicción.
—Luego emprendiste… ya de grande con un videoclub…
—Se llamaba Mundo Macabro y quedaba en el microcentro. Se especializaba en alquilar películas que no se conseguían en ningún otro lado. A veces iban películas de espías, películas de ciencia ficción, de fantasía, de monstruos, películas experimentales. Realmente era muy divertido y nos visitaba gente muy interesante: desde Daniel Melero y Adrián Dargelos a escritores como Leila Guerriero.
—¿Cuándo decidiste irte a Los Ángeles?
—Hace casi cinco años que vivo acá. Un poquito antes de la pandemia llegamos con las manos llenas de ilusiones y al mes y medio todos los proyectos que teníamos no se podían hacer, no había ninguna perspectiva. Yo me había llevado una familia entera pensando cuál era el costo del desarraigo, que es una cosa que cuando te vas a un país lo pensás mucho, ¿qué me pierdo? Me pierdo la vida de mis padres, me pierdo el paso del tiempo en la vida de mis amigos, me pierdo la publicación cotidiana. Después cuando te mudás, hoy con WhatsApp, con Telegram, con Zoom, ves que ya no es tan así, que no es como en otras generaciones donde los vínculos se cortaban.
—¿Pero qué te llevó a crear Infinity Hill? ¿Qué significa hoy ese proyecto para vos?
—Armar una productora de cine y televisión que es la que armamos con Cindy Teperman y con Phin Glynn era un sueño. En lo personal tenía que ver primero con que yo llevaba casi dos décadas de relación de dependencia. Y dije, si no sé cuánto más va a durar este ecosistema de relación de dependencia, me llevo bien con toda esta gente, no quiero llevarme mal con mis jefes o mis compañeros de trabajo, tengo que empezar, cerca de los cincuenta tengo que ver cómo voy a capitalizar los años de laburo. Y si querés, y no quiero que suene a canchero, la marca personal que todos construimos profesionalmente.
—¿A que te referís, concretamente?
—Cuando vos estás trabajando en un lugar tenés una marca tuya que existe antes del trabajo y que quizás el día que no esté ese trabajo, tu marca sigue existiendo. Porque los trabajos son así, sobre todo en el mundo de la televisión. Entonces, frente a esa situación sentí que ya era el momento de construir algo propio y lo empecé a hablar con Phin, que es un productor inglés, hijo de un legendario productor británico. Y un día Cindy, que es una de mis mejores amigas, me dijo “yo quiero ser tu socia”. Y por ahí la clave cuando empezás a hablar con alguien es decirle, pero nos puede ir mal. No asegurarle que nos va a ir bien. Asegurar que todo va a ir bien es mentira. Es una fantasía. Y Cindy me dijo, vamos para adelante, hagámoslo igual. Aunque esté el riesgo de que nos salga mal. Y eso incluía, a la hora de armar una productora, empezar a producir en países donde yo no había producido y acercarme a los actores, las actrices, los productores, los guionistas, la financiación, las plataformas de otras partes. O sea, yo había trabajado mucho en Latinoamérica y en España, entonces eran mercados que ya conocía. Conocía las dinámicas, conocía las personas, conocía cómo piensan. Pero Estados Unidos era un misterio. Y justamente, en vez de convertirse en algo que me tirase para atrás, fue lo que me llevó adelante. Quiero entender un sistema al que no pertenezco.
—Durante muchos años cubriste alfombras rojas de los Oscar, pero ¿alguna vez te imaginaste subir al escenario y agradecer a la Academia como lo hiciste?, ¿entraba en alguno de tus sueños?
—Cuando de vez en cuando paro la moto y miro hacia atrás. No lo hago mucho porque la inercia de la vida cotidiana no te lo permite y porque no soy una persona intrínsecamente nostalgiosa. Ni en mis más remotos sueños pensé que iba a ser parte de películas que iban a pelear la carrera del Oscar. Ni en mis más remotos sueños pensé, digo, yo fui parte de El secreto de sus ojos, de Relatos salvajes y de Argentina, 1985. Nunca hubiese imaginado que iba a jugar ese partido. A veces lo ganás, a veces lo perdés, pero jugarlo cuando casi 90 países mandan películas todos los años es muy fuerte. Mil veces me pasa de ir a una reunión acá en Los Ángeles con gente de la industria y que me digan no sabés cuánto me gustó Argentina, 1985. Esto es muy fuerte porque estar desde la génesis en un proyecto y ver cómo impacta en la vida de los demás, nada te termina de preparar. Y mirá que yo a esta altura laburé casi en 100 películas, pero nada te prepara para eso.
—¿Qué es lo que creés que te hace distinto?
—No, yo no me leo distinto. Yo no me leo de ninguna manera. Me aburro cuando me leo a mí mismo. Es insoportable. Hay momentos que ya no quiero escuchar más mi voz (se ríe). Me decís, ¿cómo hago para apagar esta máquina de teclado y no escucharme más?
—Bueno, pero ahí tenés a tu mujer que te baja a tierra, por ejemplo.
—No, mi mujer me pega con la mano cerrada en la cabeza (se ríe). Cuando El secreto de sus ojos ganó el Oscar me decía, escuchame, Academy Award winner, sacá la basura. Mi mujer y mis hijos no me dan ni dos centímetros para que me crea nada. No me lo permiten. Mirá que la tentación siempre la tenés.
—¿Cómo fue el proceso creativo de Argentina, 1985?
—No es una película sobre la Argentina en 1985, sino sobre sobre la responsabilidad en el marco de la democracia. En el marco de cómo la democracia tiene que ver con la responsabilidad. Con, si hacés cosas que transgreden la ley, en vez que ser responsable de esas transgresiones de la ley. Y fue fuerte porque la compartí en el colegio de mis hijos con muchos chicos, cuyas familias venían de países que habían tenido situaciones de abuso de poder muy grande. Y ahí es cuando empezás a darte cuenta de que a veces, y esta es la magia de las películas, nosotros creemos que estamos contando algo para nuestro vecino, para nuestro primo, para nuestros hijos. Y en realidad se lo estás contando a la audiencia global. No se lo estás contando solamente a la gente que está en ese centro. Y por ahí no te das cuenta mientras estás laburando. Pero la experiencia humana es bastante parecida. Yo sé que a los argentinos, porque la Argentina está lejos de todo, nos sale fácil pensar en nosotros mismos como el centro de la galaxia. Siempre nos sale fácil. Te lo juro. Somos diferentes y somos iguales. Somos particulares, pero al mismo tiempo nuestra experiencia se asemeja a la de muchísima gente en muchísimos países.
—¿Cuál es el futuro de Infinity Hill?
—Es interesante porque una parte de lo que hacemos son cosas que en la Argentina se vieron y otra parte que no pasa por nuestro país. Por ejemplo, nosotros produjimos una película dirigida por Lucía Puenzo en México que se llama La caída, que ganó el Emmy a mejor película. Produjimos películas de animación y coproducción con Alemania como “Gigantes”. Coprodujimos una película en México, protagonizada por Rob Schneider, el actor norteamericano que todavía no se estrenó. Hicimos tres temporadas en una serie para el horario central de la BBC en Inglaterra, “Stage”, que allí es muy popular. Ya vamos por nuestro segundo largometraje 100 % británico. En este momento estamos grabando una película en Escocia. Hay cosas que tienen que ver con el mercado local y cosas que no tienen que ver con el mercado local. Muchas de las cosas que nosotros tratamos de hacer es mover talento. Cuando digo mover talento es agarrar actores, directores, guionistas argentinos o latinoamericanos y llevarlos al mundo anglosajón. Llevarlos a Estados Unidos, llevarlos a Canadá, llevarlos a Inglaterra y hacemos a la inversa. Tomamos talento anglosajón y lo traemos a Latinoamérica. Los hacemos laburar en el mundo hispanoparlante, y es muy enriquecedor y al mismo tiempo genera aire fresco creativamente.
—Eso es bastante disruptivo para el mundo del cine…
—Increíblemente los anglosajones no están tan acostumbrados a hacer eso que nosotros hacemos todo el tiempo, que es mover las piezas.
—En esto de somos iguales y somos distintos. ¿Qué fue lo más difícil del desarraigo para alguien que siempre disfrutó de su país?
—Te voy a arrancar al revés. Lo primero que pensé fue qué nos iba a faltar, el dulce de leche, la yerba, las empanadas, todo eso está todo acá. Vas a cualquier restaurante en Los Ángeles y hay chimichurri. Realmente en cualquier restaurante. La idea de no voy a tener a nadie, la verdad que no. Te pasan dos cosas, hay mucha gente que vive acá, argentinos, mexicanos, anglosajones que eran amigos míos de antes. Los chicos se adaptaron relativamente rápido al colegio una vez que pasó la pandemia, una vez que volvieron a tener interacción. Hay mucha gente que viene, que viene por laburo o que viene por turismo.
—Entonces…
—Entonces todas esas cosas que yo pensé que iba a extrañar no las extrañé. Sí extraño cierta cotidianidad con mi familia. Extraño la radicheta, los helados que en la Argentina son mejores y la pizza.
—¿Qué visión tenés de la inteligencia artificial y su impacto en el mundo del showbiz?
—Lo primero que voy a decir es... a mí me divierten los fundamentalistas del cambio. Me divierte cuando alguien te dice no porque ahora llegó tal cosa y todo lo demás no existe más. Los profetas del fin de la radio. La gente no irá más al cine porque ahora hay internet. No van a ir al teatro porque existe el cine. Ahora hay cine sonoro. Entonces nadie nunca más va a filmar una película. Me acuerdo, a principios de los 90, principios de los 2000, cuando todo iba a ser realities y no iba a haber más ficción. Somos actores, queremos actuar. Todas esas cosas. Todo lo que parece terminante y es paródico, después es relativo. Entonces la idea de que va a venir la inteligencia artificial y de golpe todo el mundo se va a quedar sin laburo es falsa. Es probable que haya áreas que se vuelvan obsoletas. Eso sí es probable. Las traducciones simultáneas, por ejemplo, pueden empezar a quedar obsoletas. Probablemente hay una zona del trabajo del doblajista que se ve afectada. Esas cosas pueden pasar.
—Pero…
—La idea de que vos vas a hacer películas 100 % que vas a tocar un botón y del otro lado vas a hacer una película es falsa porque incluso con la inteligencia artificial necesitás alimentar el sistema, necesitás que la inteligencia artificial sea nutrida de algo y eso ya define una decisión editorial. Y después hay alguien que toma decisiones. En definitiva, la inteligencia artificial es una herramienta. Si nosotros empezamos a creer que una herramienta es el resultado final, estamos locos. Una herramienta es una herramienta.
—La última, ¿qué significa hacer una película?
—Mirá, mi trabajo es muy específico. Entonces, el cine es una actividad que conjuga tantas, tantas profesiones que no hay una única forma de definirlo. Claramente es un trabajo en equipo pero a la vez refleja la mirada de un grupo pequeño de personas, director, guionista, productores. Entonces, todos los que trabajan pueden decir es mi película, por más que por ahí alguien trabajó dos días y un productor está cuatro años atrás de un proyecto. Es lo que a mí me pasa. Para mí, el cine es la manipulación del tiempo y el espacio. Es un proceso racional que va en la búsqueda de un resultado emocional. Es un producto autoliquidable porque una vez que salís de la sala o terminás de ver una película en la plataforma, no te queda más que la emoción que atravesaste. Tiene la capacidad de representar nuestros deseos, nuestras angustias, nuestros temores, lo que nos lleva adelante, lo que renueva nuestra fe en la vida cotidiana. El cine es como la vida sin los momentos aburridos.
—Si tuvieras que ponerle un título a tu película y no me refiero a ficción.
—¿Un título a mi película? Yo te avisé.